En muchos de los últimos comentarios aparecidos en el foro se recalca la importancia de que los objetos que utilizamos sean “examinables”. Incluso se resta valor a determinado material por no reunir esa cualidad (ver la sección de “lo mejor y lo peor). Al hilo de tales comentarios, y viendo la preocupación que despierta el tema, me gustaría hacer algunas reflexiones y, si se considera oportuno, abrir un debate.

El mago no utiliza “material tramposo”.
Soy mago. Tengo la capacidad de asombrarte mediante acciones que se escapan a tu comprensión. No hago trampa, hago magia. Esta es una de las máximas que deberíamos tener presente en todo momento. Como ilusionistas, nunca utilizamos material trucado, no lo necesitamos y, por consiguiente, es un tema que no nos preocupa en absoluto. Sólo desde esa convicción podemos presentarnos ante el público de manera despreocupada, con total seguridad. Y si disponemos de esa confianza la transmitiremos a los espectadores.
Si no somos capaces de asumir que nuestra honradez es máxima, tanto en la manipulación como en el material que empleamos, nuestra actitud despertará sospechas y nos delataremos nosotros mismos.
Lo primero a tener en cuenta, pues, a la hora de manipular cualquier objeto, es que es un elemento que está limpio, que no esconde nada, y que, por consiguiente, aunque no lo entregue a examen, podría hacerlo en cualquier momento. ¡Me da igual!
Cuando hago magia, me muevo a caballo entre lo normal (lo que hago) y lo anormal (el resultado que obtengo). Creo que es conveniente, desde ese punto de vista, mantener la coherencia entre mi hacer cotidiano y mi actuación como artista.
Vamos a centrarnos en un ejemplo, que quizás así se entienda mejor mi planteamiento. Me siento en torno a la mesa de un bar con los amigos para tomar un café, sujeto con mis manos un sobre de azúcar, lo rasgo y vierto el contenido en la taza. Lo hago de manera habitual, y no tendría sentido que ofreciese ese mismo sobre a quien se sienta a mi lado para que comprobase si es un sobre normal.
Sin embargo, cuando una moneda desaparece en mi mano para reaparecer dentro de un sobrecito de azúcar, siento la necesidad de ofrecer al espectador ese mismo sobre para que lo analice, para que lo estudie a fondo y compruebe que no está “trucado”. Termino de caer, sin darme cuenta, en el complejo de culpabilidad del mago. Me siento culpable, porque sé que estoy haciendo una acción tramposa y delego mi responsabilidad en el espectador para limpiar mi conciencia. Y para ello realizo una acción contraria a la que haría en la vida cotidiana.
Cierto que, puesto que el resultado final es diferente al habitual, puedo estar despertando “sospechas”, pero, con exceso de celo, alimento yo tales sospechas.

¿Por qué me empeño en que todo sea “examinable”?
Porque tengo complejo de culpabilidad. Porque yo sé que puede haber algo “raro” y, aunque al público no se le haya pasado por la cabeza, quiero demostrarle que no lo hay. En ese momento estoy yendo por delante del pensamiento del espectador y estoy cayendo en la trampa que yo mismo he puesto.
Se puede argumentar que doy todo a examen porque hay espectadores susceptibles, público incómodo que sospecha de todo y hace que los demás también duden. Es cierto, pero implica que nos falta autoridad en la sesión. No hemos sido capaces de generar la suficiente confianza como para desterrar tales suposiciones. Posiblemente nos falte naturalidad y confianza en nosotros mismos.

¿Qué implica que entregue para su examen los objetos de manera indiscriminada?
En primero lugar, y en la mente del espectador, estaré dejando ver que los magos, en ocasiones, utilizamos material no examinable. Si no tú, al menos sí otros. Por eso no lo muestran, porque no se puede. Y eso implica lanzar piedras contra la magia.
Por otro lado, podemos caer en una repetición innecesaria de las acciones.
Por si fuera poco, rompemos el ritmo de la sesión al hacer, por exceso de repetición, espectáculo de lo que no aporta nada. No resulta interesante que alguien revise una y otra vez todo lo que utilizamos.
Además, y puesto que hay material que no puedo entregar, cuando lo utilice (y no lo entregue) estaré gritando que hago trampa. Me habré delatado yo sólo.

¿Cuándo dar a examinar un objeto?
En general, yo lo suelo ofrecer cuando el material no es de uso común. Por ejemplo, trabajo con monedas no convencionales (pesetas grandes o monedas extranjeras), con cartas no habituales (del tarot, las que están impresas en negativo), cajas no usuales… No me gusta recalcar el hecho de que son “normales”. Las ofrezco porque sé que despiertan curiosidad y comparto mi material para satisfacer esa curiosidad, no para demostrar que no esconden nada.
Entrego a examen un objeto cuando el hecho de que sea analizado resalta el resultado final. Lo utilizo como potenciador del efecto, como llamada de atención que fije en el espectador la imposibilidad de lo que va a suceder. No es una muestra, no es una comprobación real, en una herramienta que me sirve para resaltar mi logro.
Sólo en casos extremos lo muestro para desterrar la susceptibilidad del espectador. En la sesión mando yo, y debo ser yo quien dicte las normas. No puedo ceder a la tiranía de los espectadores.

¿De qué otras maneras puedo alejar dudas sobre mi material?
Tiendo a justificar mi material extraño. Me gusta hacerlo con comentarios asépticos, lo más alejados posible a la alusión de que pueden contener trampa. Trabajo con una cajita redonda, de bronce, porque es un recuerdo; utilizo monedas antiguas porque son más grandes y se ven mejor; además… Suenan tan bien… Podría hacerlo con monedas de curso legal, pero me gustan tanto éstas…
Si, a través de mis comentarios, creo duda en el espectador, la duda permanece. Si justifico de manera natural la razón de que utilice ese material, la duda se desvanece.
Tengo tantas posibilidades de demostrar que mi material es ordinario, que no necesito recalcarlo cada dos por tres.
El simple hecho de entregarlo a un espectador para que haga una acción concreta (la mezcla de la baraja, por ejemplo, ver por su cara y por su cruz una moneda, tapar la cajita…), sirve de prueba sobrada, sin necesidad de insistir en la ausencia de trampa.
Dejar el material a su alcance, de forma despreocupada, donde puedan tocarlo (aunque no lo hagan) crea una certeza inconsciente de que no escondo nada (de lo contrario no asumiría el riesgo).
Y, sobre todo, estudiar cada movimiento que hago para que resulte coherente con el anterior y el posterior. Que mi manera de manipular sea siempre la misma, sin gestos extraños.
Dar a examinar una caja de bronce, pequeña y redonda, que no tiene nada que ver, tiene poco sentido. Dejársela al espectador y preguntarle qué metería en ella (por ejemplo), aleja las dudas y no alimenta las sospechas.

Algunos ejemplos, reales y ridículos, de examen del material.
Hace unos días vi, en san YouTube, uno de esos casos que me dejaron boquiabierto por excesivo. El mago pidió una moneda a un espectador. Acto seguido se la tendió a otro espectador para que comprobase que era “una moneda normal”. ¿Está llamando tramposo al primer espectador? ¿No existe suficiente prueba de “normalidad” en trabajar con una moneda prestada. La acción es, a todas luces, innecesaria e inoportuna.
El tic del “tengo una baraja normal”. ¿Existen barajas anormales? Yo, como mago, no las conozco y, como no existen, no las puedo utilizar. Y el público no debe conocerlas. Así pues, ¿por qué genero en él esa inquietud? Mi baraja es mi baraja, y no acepta calificativos de normalidad o anormalidad. ¡Es mi baraja! Una baraja como tantas, como la que puede tener cualquier en su casa.
Y el “tic de lo normal” lo hemos llevado a otras disciplinas y así es de uso frecuente el escuchar “tengo una cuerda normal” o tengo una caja normal. Y, lo peor de todo es que ni la cuerda es normal (es de algodón, muy flexible y nadie la tiene en su casa), ni la caja es normal: está decorada de manera que huele a mago por todos los lados.